Diarios de viaje contados desde la silla de un cibercafé en algún lugar del planeta
viernes, 13 de septiembre de 2013
Un viaje a Nepal: 1 La caótica Katmandú
Dos niños se bañaban en el río. Reían y bromeaban entre ellos. Sus espaldas mojadas brillaban reflejando el sol del mediodía. No tendría nada de extraño si no fuera por lo que realmente me fijé que estaban haciendo. Hundían sus manos en el lodo y rebuscaban algo, después de un rato veo que consiguen sacar unas cuantas monedas y otro chico más afortunado consigue sacar un collar y un relicario. El fondo del rio está lleno de estos pequeños tesoros.
Estoy en Pashupatinah, el principal templo hinduista de Nepal, a orillas del río Bagmati y lugar donde los nepalíes más pudientes incineran a sus familiares fallecidos. Al igual que cuando estuve en Benarés, en la India, el lugar me sobrecoge profundamente. Los occidentales no estamos acostumbrados a tratar con la muerte tan cara a cara como lo hacen los hinduistas. Por supuesto que los rostros son de pena y aunque no veo lágrimas siento el dolor del que ha perdido a un ser querido. Pero ellos lo toman con resignación, creen en la reencarnación, en el karma y en el nirvana y eso parece ayudarles a aceptar un poco mejor la pérdida que tienen que soportar.
En la orilla del río se levantan las plataformas sobre las que arden varias piras funerarias. Los pies sin quemar de un señor sobresalen de una de las piras, la paja que cubre el resto del cuerpo ha tomado la forma del cuerpo y la cabeza del difunto. La familia espera a la sombra las tres horas que tardará el cuerpo en quedar reducido a cenizas y luego serán lanzadas al río donde los niños y algunos no tan niños rebuscarán para encontrar anillos, dientes de oro, collares y monedas que la gente arroja al río como plegaria. Es como un ecosistema humano. Donde unos se despiden para siempre de un ser querido otros encuentran una oportunidad para sobrevivir el día a día. Son muchos los que se ganan aquí la vida, desde el que trae la leña para las incineraciones hasta los vendedores de figuritas de dioses hindúes en los puestos que flanquean el camino hasta aquí. Luego están los sadhus o santones, que ahora viven de las propinas que se sacan posando para las fotos tanto de los turistas como de los nacionales que quieren posar con ellos. Con sus túnicas anaranjadas, sus cuerpos pintados de blanco grisáceo o ceniciento, sus rastas y sus frentes adornadas con los polvos de tika y los símbolos de Shiva o de Visnu.
El ambiente es impresionante. Podría parecernos algo dantesco pero aquí es algo tan normal que en cuanto uno lleva aquí diez minutos lo acepta tal cual es, sin hacer más preguntas, aunque contagiado por la pena y el ambiente del lugar no puedo dejar de acordarme del día en que me tocó a mi enterrar a mis padres y empiezo a sentir bastante dolor, las cicatrices se ablandan y un torrente de emociones se empieza a apoderar de mi. Siento una sincera compasión por ese joven que está incinerando a su madre, y por ese señor que ha tenido que encender la hoguera con la que se despedirá para siempre de su hermano. Sé lo que están sintiendo. Ellos parecen darse cuenta de que no lo estoy pasando nada bien y me consuelan con su frase "así es la vida"
No te quedas indiferente en este lugar, no puedes por menos que preguntarte para qué estamos aquí, tantos millones de personas en este planeta, tantas vivencias, tantas formas de entender la vida y la muerte y al final todos nos vamos, pero ninguno sabemos cuándo ni a dónde, ni cuál ha sido el motivo de nuestra existencia.
Un extraño lugar dentro de la extraña Katmandú.
Porque realmente es una ciudad extraña. Sus estrechas calles y plazuelas bulliciosas de vida, un sinfín de gente recorriéndolas, el caótico y peligroso tráfico. Sus calles sin pavimentar, llenas de agujeros que tienen que ser sorteados por un ejército de motos y de coches, de ricksaws y bicicletas, que se te echan encima, pues aparte de la estrechez además las calles no tienen aceras por lo que todos, vehículos y peatones tenemos que compartir el mismo espacio. Un auténtico caos. El barrio antiguo, el Thamel, donde nos alojamos prácticamente la mayoría de turistas está abarrotado de tiendas creando un paisaje confuso, de difícil orientación pues prácticamente todas las calles son iguales. Cientos de tiendas de artículos de montaña se dispersan por estas calles. Inundándolo todo con las buenas y falsas imitaciones de cazadoras, mochilas, ropa de trekking, botas y demás artículos de marcas North Face o Mammut. No olvidemos que estamos en el país de los Himalayas, aquí viene muchísima gente a hacer montaña o senderismo y hay todo un mercado dedicado a ellos. Además de innumerables tiendas de artesanías, ropa de lana y demás parafernalias pseudo hippies.
La principal atracción turística es Durbar Square, que son tres plazas repletas hasta más no poder de templos y palacetes medievales, vestigios del antiguo reino de Katmandú. Las estrechas calles te conducen por este paisaje del pasado y los aleros de los templos ahora son cobijo de vendedores de frutas, de yogur y de pastelillos. Esto sería inconcebible en otros países, pues estos templos están declarados Patrimonio de la Humanidad. Pero eso no es problema para ellos, montan sus tenderetes en estos monumentos y después los desmontan al caer la noche. El colorido de los saris colgando de balcones de madera tallados con intrincados dibujos geométricos y figuras del kamasutra no deja de ser algo de lo más curioso. Lo peor es la legión de insistentes vendedores de collares, bolsitos y flautas que no dejan de acosarte durante el recorrido, pero con un poco de firmeza te los quitas de encima.
Una de las curiosidades que tienen aquí es la figura de la Kumari, que no es más que una niña a la que ellos han elevado a la categoría de diosa viviente, la encarnación de la diosa Durga. Se elige cuando tiene 4 años entre todas las candidatas que se presentan y si cumple con 32 requisitos físicos que van desde el tono de voz, la forma de los dientes y el color de los ojos, pasa la primera selección.
Luego las candidatas pasan a una habitación llena de cabezas de búfalo y donde unos hombres con máscaras monstruosas danzan a su alrededor. Una auténtica diosa no debería tener miedo de esto y de las que pasan la prueba sólo una será capaz de reconocer y escoger la ropa de su antecesora, en un ritual parecido al que se utiliza para elegir al dalai lama de los budistas.
Una vez elegida se traslada junto con su familia a la Kumari Bahal, una especie de palacete del que no saldrá nada más que unas pocas veces al año, y al final de su reinado, cuando con la pubertad tenga su primera menstruación y vuelva a ser una siemple mortal. Entonces tendrán que elegir a una nueva Kumari, le darán una buena dote y volverá a tener una vida normal, aunque quizás no sea así puesto que dicen que nadie quiere casarse con ella pues trae mala suerte. Yo pude verla un par de minutos que se asomó a un balcón interior y sólo pude ver a una sencilla y triste niña encerrada en un palacio.
Al día siguiente fuimos a ver las dos grandes estupas budistas de esta ciudad, las que en las agujas que rematan sus cúpulas tienen dibujado los famosos ojos de buda, esos que todo lo ven y todo lo saben.
La verdad es que son impresionantes, sus grandes cúpulas blancas están rodeadas de molinillos de oración que los fieles hacen girar mientras rodean la estupa en el sentido de las agujas del reloj. Las banderas de colorines que parten desde la aguja hasta la base están escritas con oraciones y mantras budistas que son esparcidos por el viento hacia los cuatro puntos cardinales. Inmensos molinillos de oraciones son girados por monjes y por los devotos que quieren agarrarse a la rueda que los mueve, mientras un mecanismo hace sonar una campanilla a cada vuelta creando un ambiente un poco hipnótico.
Miro los ojos del buda allá en lo alto de la estupa, el viento mueve los velos que lo rodean como si fuera su pelo, las banderas de oración ondean al viento sobre el cielo azul y de repente veo que el conjunto parece tomar vida, los enormes ojos se clavan en los míos y parece como si me estuvieran leyendo, el movimiento de banderas y telas crea una extraña sensación, como si fuera una enorme criatura que moviera lentamente sus tentáculos como un pulpo. El efecto es poderoso y me imagino a los fieles de tiempos inmemoriales, los de antes de que se inventara la tele, viendo a su dios en semejante tamaño y con este movimiento. Una prueba irrufrutable de la divinidad del lugar.
Por lo demás el sitio es de lo más curioso, pues esta estupa, la de Bodhnath, es el hogar de cientos de refugiados tibetanos que huyeron de su país cuando fue invadido por China. Y hasta aquí han traido sus costumbres, su ropaje y su comida. Los puestecillos venden desde todos los artilugios del budismo tibetano hasta la mantequilla de yak o el tsampa, una especie de harina de cebada tostada con la que hacen una insípida pasta. Estoy dentro de un pequeño Tibet en la extraña ciudad de Katmandú, donde tantos músicos y hippies encontraron la inspiración.
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